Me acuerdo del primer verano que fuimos de vacaciones a la
playa y del chico que nunca más volví a ver. Me acuerdo de su cuerpo menudo dentro de su
ropa de trabajo: camisa blanca de manga corta y pantaló gris. Me acuerdo de su
figura firme en la puerta del hotel de enfrente de nuestra casita, la que mis
padres habían alquilado con jardín. Me acuerdo de sus ojos oscuros que brillaban aún
más en la noche cuando nos mirábamos. Yo no podía dejar de mirarle. El no
dejaba de mirarme. Siempre en el mismo sitio, en la misma puerta bajo un arco
de medio punto, a la espera de clientes para llevarles el equipaje a la
habitación. Allí lo veía desde el atardecer hasta la noche, lo veía cada
mañana cuando yo iba a comprar el pan y la leche de
aquellas de botella de cristal. Allí estaba él, de pie, como si no se hubiera movido desde la noche
anterior. Lo veía después de comer a través de la mosquitera de la ventana del
cuarto de estar. Así fue durante los primeros siete primeros días de mis vacaciones
en la playa.
El octavo día, como todos los anteriores, a las doce, mis
padres, mis hermanos y yo fuimos a la playa. Entramos en la arena seca con un “averquienllegaantes”, llegamos a la
arena mojada donde plantamos una enorme sombrilla de rallas rojas y blancas,
bajo la cual tiramos las bolsa de baño y nos etimos en el agua a la carrera.
—Niña
en cuanto te seques, ve al estanco a comprar la prensa y la revista de tu
madre—, me dijo mi padre una vez que salimos del agua. Me dio el dinero y me
fui descalza, a saltos, para no quemarme los pies. Por la acera del paseo caminé
de puntillas hasta el estanco y al entrar allí estaba él.
— ¿Qué haces aquí, no tendrías que estar en la puerta del
hotel?- le recriminó un tipejo oscuro que compraba puros.
—Es que me han encargado que compre las revistas.
—Anda vuelve enseguida que tu jefe te está buscando.
Por primera vez oí su voz quebrada por la testosterona. Fueron
nueve palabras. Nueve palabras que durante mucho tiempo después repetí en mi
memoria una y otra vez.
El salió de la tienda casi de su salto para evitar un
coscorrón de aquel tipo, pero se quedó en la calle a un lado de la puerta.
Cuando yo salí él echó a correr y desapareció entre veraneantes cetrinos y turistas
de piel de cangrejo.
La mañana del noveno día salí a comprar el
pan y la leche de botella de cristal. El no estaba en la puerta del hotel, ni
estuvo cuando volvimos de la playa para comer, ni al atardecer. Ni aquel día ni
ningún otro. El décimo día se me cayó la leche y se rompió la botella. Yo lloraba
dentro del mar, cuando me acosta y en cualquier lugar donde nadie me viera.
Nunca supe su nombre. No tenía cara de llamarse Luis, ni
Borja, Rafael o Eduardo, más bien podría haberse llamado Javi o Toñín. Tal vez
mi imaginación de once años fue la que me dijo que su padre se lo llevó.
Regresamos a casa el décimo quinto día. Volvimos los dos veranos siguientes. Yo tenía la esperanza de que el chico
hubiera vuelto a trabajar, pero no fue así. No volví a aquel lugar hasta muchos años
después. Parte de la arena se la había comido el paseo marítimo. En el lugar
donde una vez hubo un hotel de puerta de arco de medio punto y una casita con
jardín, se mostraban como gigantes al sol dos torres de apartamentos.
María José Guallart
10 de octubre de 2016
1610109414029