Eran
las diecisiete cuarenta y tres de un miércoles de primavera, cuando
un Chevrolet color champán de siete plazas, dejaba Burgos y se
adentraba en la Autovía de Castilla. A esa misma hora, Adolfo se
ajustaba el nudo de la corbata en la habitación de un hotel, en el
centro de Palencia. No se sentía cómodo vestido con traje, pensaba
que era demasiado convencional. La exposición comenzaba a las ocho
de la tarde en “Las Aguadas”, un bar restaurante donde habían
pasado artistas incluso antes de serlo. El dueño era amigo de Aurora
y había conseguido que sus alumnos mas creativos tuvieran una
oportunidad en aquel local.
El chevrolet seguía su curso.
Adolfo salió a la calle de Los Gatos y respiraba como quien va a un examen final. Miró el reloj dos veces seguidas. Al principio iba de prisa. Después cuando tomó la primera bocacalle a la derecha, aminoró el paso. Echaba de menos a su profesora, la que tanto le había enseñado, la que debía estar allí y disfrutar con él. Desde que decidió no quedarse en casa cuando le dieron la incapacidad, ella le enseñó a pintar con la mano izquierda y a sacar partido de la mínima movilidad del brazo derecho. Gracias a ella tenía su primera exposición. El dueño de Las Aguadas era un pintor de cierto renombre que vivió en Burgos hasta los diecisiete años. Le había preparado para entrar en la Escuela de Artes de Palencia. El chico era mal estudiante pero endiabladamente bueno con el dibujo. Fue el primero de su promoción y al terminar los estudios, le propusieron trabajar en la propia escuela. Mas adelante abrió un bar-restaurante. Siempre de ocho a doce para cenar. En la zona restaurante exponía sus propias obras y en la zona del bar las de los pintores noveles.Caminaba cada vez mas despacio. Miraba los comercios, como si quisiera comprobar que aún se mantenían aquellos en los que había estado de pequeño con su madre. Algunos aún estaban, pero otros habían sido sustituidos por agencias bancarias o franquicias. O simplemente tenían la persiana echada luciendo los graffitis de un tal Urke. Una tienda de telefonía le recordó la llamada de sus amigos. Apretó los labios al pensar cuánto le había gustado hablar con ellos. Todos se habían puesto al teléfono, hasta Ester.―“¿Ester? ―pensó― Si se iba de vacaciones a Bruselas es imprevisible va a su bola lo mismo dice una cosa que dice otra me pone nervioso; y Jimy su entrevista de trabajo seguro que le han dicho que no da el perfil, siempre le pasa lo mismo, tiene tan mala suerte. Anda que Maite también... que no le gusta viajar sola pues aquí hubiéramos estado los dos juntos pero se pone nerviosa cuando esta a solas conmigo lo noto desde que le insinué quedar los dos. Me gusta y creo yo a ella también, ... ”Sumido en estos pensamientos llegó a la bifurcación donde nacía la calle Árbol del Paraíso casi sin darse cuenta. Miraba al suelo como si contara las baldosas. Cruzó al otro lado de la calle sin ver que el semáforo estaba en rojo y a punto estuvo de que le roazara un chevrolet color champan.
El
lunes anterior, Aurora le había dicho que no asistiría a la
exposición porque no podía cerrar el estudio antes de las nueve.
Era razonable. Bastante había hecho ayudándolo a preparar su
primera exposición pero que ninguno de su grupo de taller pudiera ir
le dolía un poco: Pepa tenía cita con el tutor de su hijo y no
podía cambiarla porque el chico había hecho pirola; Jimy que estaba
en el paro, tenía una entrevista de trabajo. Ester se iba de
vacaciones. En realidad de la menos esperaba que fuera, era la típica
persona que va a lo suyo. Andrés preparaba el acceso a la Escuela de
Artes y era a la semana siguiente. Y Maite la única jubilada, no iba
porque no le gustaba viajar sola. En definitiva se habían puesto las
cosas de tal manera que iba a estar solo.
En
el espejo se observó de un lado, luego del otro. Arrugaba la nariz y
se miraba con las manos dentro los bolsillos, fuera de los bolsillos,
la americana abrochada, sin abrochar; la mano derecha metida en un
bolsillo, la izquierda suelta como si caminara para entrar en el
espejo, quería imaginarse como lo verían los demás.
—¡Tonterías!
—dijo en voz alta. Se quitó el traje y lo lanzó sobre la cama. En
ropa interior se fue al baño, extendió un poco de gomina en las
manos, la aplicó sobre el pelo, que aún estaba húmedo de la ducha,
y con los dedos se peinó hacia atrás. A continuación se aplicó
por el cuello y el pecho un poco de agua fresca de Paco Rabanne.
Volvió a la habitación y se puso un pantalón y una camisa de lino
negro. Se colgó al cuello un fular blanco sin anudar. Volvió a
mirarse en el espejo y sonrió.
—Ahora
sí.
Miró
el reloj. Faltaba escasamente una hora y se sentía a gusto con su
indumentaria, aunque inquieto. Sonó el móvil cuando iba a colgar la
americana en una percha. Le temblaban ligeramente las manos. Tiro la
ropa sobre la cama y cogió el móvil.
—¡Hola
Aurora!
—Hola.
Te llamaba para ... —no le dejó terminar
—Para
decirme que has venido.
—...que
me acuerdo de ti, que todos nos acordamos.
—Gracias
mujer, yo también me acuerdo de vosotros. Me has cogido a punto de
salir de la habitación —Sujetó el móvil entre la cabeza y el
hombro derecho. Con la mano izquierda se colgó al cruzado la
bandolera.— Al final me he puesto el pantalón y la camisa de lino
¿te parece bien?
—Qué
bien
que me hayas hecho caso. Oye los demás quieren hablar contigo, te
los paso. Besos.
—Espera
¿qué ruido ese?
—¡Ah,
eso! la puerta de la calle está abierta porque han traído el
material que pedí la semana pasada.
—Anda
pásamelos. Un beso.
Uno
a uno le dijeron que se acordaban de él, que felicidades; que qué
pena no poder ir, que ojalá vendiera todos los cuadros. Al terminar
guardó el móvil en la bandolera y comprobó que llevaba la cartera,
el cuaderno de notas, el tabaco y el mechero. Salió de la habitación
y en recepción dejó la llave.
El chevrolet seguía su curso.
Circulaba
respetando los límites de velocidad, pero a veces superaba los
ciento cuarenta kilómetros a la hora para ganar tiempo. Atrás
quedaba el desvío de Magaz de Pisuerga y entraba en Palencia.
Adolfo salió a la calle de Los Gatos y respiraba como quien va a un examen final. Miró el reloj dos veces seguidas. Al principio iba de prisa. Después cuando tomó la primera bocacalle a la derecha, aminoró el paso. Echaba de menos a su profesora, la que tanto le había enseñado, la que debía estar allí y disfrutar con él. Desde que decidió no quedarse en casa cuando le dieron la incapacidad, ella le enseñó a pintar con la mano izquierda y a sacar partido de la mínima movilidad del brazo derecho. Gracias a ella tenía su primera exposición. El dueño de Las Aguadas era un pintor de cierto renombre que vivió en Burgos hasta los diecisiete años. Le había preparado para entrar en la Escuela de Artes de Palencia. El chico era mal estudiante pero endiabladamente bueno con el dibujo. Fue el primero de su promoción y al terminar los estudios, le propusieron trabajar en la propia escuela. Mas adelante abrió un bar-restaurante. Siempre de ocho a doce para cenar. En la zona restaurante exponía sus propias obras y en la zona del bar las de los pintores noveles.Caminaba cada vez mas despacio. Miraba los comercios, como si quisiera comprobar que aún se mantenían aquellos en los que había estado de pequeño con su madre. Algunos aún estaban, pero otros habían sido sustituidos por agencias bancarias o franquicias. O simplemente tenían la persiana echada luciendo los graffitis de un tal Urke. Una tienda de telefonía le recordó la llamada de sus amigos. Apretó los labios al pensar cuánto le había gustado hablar con ellos. Todos se habían puesto al teléfono, hasta Ester.―“¿Ester? ―pensó― Si se iba de vacaciones a Bruselas es imprevisible va a su bola lo mismo dice una cosa que dice otra me pone nervioso; y Jimy su entrevista de trabajo seguro que le han dicho que no da el perfil, siempre le pasa lo mismo, tiene tan mala suerte. Anda que Maite también... que no le gusta viajar sola pues aquí hubiéramos estado los dos juntos pero se pone nerviosa cuando esta a solas conmigo lo noto desde que le insinué quedar los dos. Me gusta y creo yo a ella también, ... ”Sumido en estos pensamientos llegó a la bifurcación donde nacía la calle Árbol del Paraíso casi sin darse cuenta. Miraba al suelo como si contara las baldosas. Cruzó al otro lado de la calle sin ver que el semáforo estaba en rojo y a punto estuvo de que le roazara un chevrolet color champan.
Adolfo entró en
“Las Aguadas”. Sintió un calambre en el estómago cuando vio sus
treinta y dos acuarelas colgadas a lo largo del bar. Se dirigió
hasta el final de la barra donde estaba el dueño. Se dieron la mano
y un camarero le preguntó qué quería tomar.
—Una
caña, por favor.
—Aun
queda un ratito —comentó el dueño mirando el reloj de pared que
había junto a la cafetera. —Ya han entrado algunas personas aal
comedor para cenar, y esas de ahí delante han estado mirando tus
cuadros, a juzgar por su expresión parece que les gustan.
—A
ver qué pasa, es la primera vez que...
—En
cuanto esto se llene de gente se te pasarán los nervios. Lo digo por
experiencia. Mira, ahí tienes tu cerveza.
Se bebió mas de
media copa de un trago. El dueño volvió a mirar el reloj de la
pared y a continuación dirigió una mirada al camarero levantando
las cejas. Este le respondió con un imperceptible gesto de
afirmación.
—Tengo
que ir a la cocina para ver como van los canapés del picoteo. Si
quieres de paso te acompaño para que veas mis obras. —No le dio
opción a elegir. Le puso la mano sobre el hombro y lo condujo al
comedor. Cerró la puerta que comunicaba con el bar.
Mientras, entraron
en el bar cuatro chicos con aspecto de estudiantes, una pareja de
novios, dos señoras que desprendían olor a laca de peluquería y un
grupo de siete personas de distinta edad. Una de ellas se dirigió al
camarero y éste señaló la puerta cerrada del comedor y marcó un
número en el móvil. Lo dejó sonar tres veces y colgó. El grupo de
siete se acercó a la puerta y entre risas y miradas de complicidad,
prepararon sus cámaras.
Al poco se abrió la
puerta y apareció Adolfo. Los flashes de las cámaras lo
paralizaron. Abrió la boca para decir algo y no consiguió
pronunciar una sola palabra. Sus ojos se arrasaron. Los veía y no
los veía y al cabo de unos segundos se lanzó hacia ellos con los
brazos abiertos.
—¡Aurora!
—se abrazaron
—Cómo
no íbamos a venir. Lo que pasa es que había cosas que no estaban
seguras. Por eso no te dijimos nada. Hemos querido darte una sorpresa
—Sin
vergüenzas. Qué alegría y que mal lo estaba pasando.
— Casi
te atropellamos en la calle. Ni te has dado ni cuenta.
***
Coque Guallart
registro propiedad Safe Creative nº 1211012613181
01-nov-2012
19:09 UTC