Los días siguientes transcurrieron con normalidad en la residencia; fuera
de allí yo tenía el tiempo ocupado con mi cuñada. Mi hermano e Irene no habían
tenido hijos por lo que le ayudaba a poner en orden sus asuntos legales y
domésticos. Hicimos una selección de ropas para llevarlas a la parroquia, el
resto se tiraron. Cambiamos la cama de matrimonio por dos camas pequeñas,
dejamos el tocador y el armario. Compramos cortinas, sábanas y toallas con la
finalidad de dar otro aire a la casa, para que a Irene le resultara más fácil
afrontar su nuevo estado. Le acompañé al abogado, a la compañía de seguros, al
banco. A finales de julio firmé mis vacaciones para el mes de agosto y el
último día de trabajo fui a la habitación de Valentina.
Aunque pedí permiso para entrar, pasé sin esperar la respuesta.
Estaba
sentada en su sillón, con el mismo libro de siempre entre las manos, cerrado, el
que sólo abría cuando alguien se le acercaba en el jardín. Esta vez permaneció
cerrado.
—Vengo a despedirme—, le dije.
—Sí, ya se, —me interrumpió— que te vas de vacaciones. Me pareció notar
cierto reproche en su respuesta. En cierto modo lo entendía porque yo no le
hacía partícipe de mis planes y la realidad era que nuestra relación se había
hecho más cercana y por ese motivo no quería que se preocupara antes de tiempo
si pensaba que no me iba a ver durante un tiempo.
—Vuelvo dentro de quince días —me acerqué
y le di un beso.
— ¿Tienes un momento? —Me preguntó a la vez que me cogía de la mano como
si tuviera miedo de que me fuera de allí.
—Sí, claro. —respondí sorprendida.
—Coge el taburete del baño y siéntate junto a mí—. Hice lo que me dijo.
—No puedes irte de vacaciones con la idea de que los padres de esa niña eran
unos asesinos.
— No, si ya no lo pienso —respondí con soltura para disimular el vuelco que
me dio el corazón.
—Yo era una de las criadas de su casa, en Madrid. Se llamaba Sebastián,
estudiaba en un colegio en Suiza no se qué carrera y sus padres se desplazaban
hasta allí por vacaciones. El verano que yo cumplí dieciocho años sus padres no
pudieron viajar y él vino a la casa.
Era alto, pelo castaño, tez sonrosada. Siempre sonreía y me trataba
bien. Aunque tenía dos años menos que yo me enamore de él. Al acabar el verano
él regresó al internado y yo ya estaba embarazada. No dije nada a nadie.
— ¿Ni siquiera a Sebastián?
—No, para qué. A él no lo iba a ver hasta las navidades siguientes si es
que volvía, y a sus padres no se lo podía decir porque me hubieran echado a la
calle de inmediato, piensa que él iba a ser padre con dieciséis años. No, no dije nada a nadie.
Aguanté el tiempo que pude sin que se notara mi estado. Gracias a mi
constitución delgada y la amplitud del uniforme de trabajo pude disimularlo
hasta casi los seis meses. Me fui una mañana temprano con lo puesto y el dinero
ahorrado. Dejé una nota en la bandejita de plata del recibidor. Allí decía que
tenía volver al pueblo porque me necesitaban debido a que mi padre estaba
enfermo. En la casa de él no supieron que tenían una nieta, ni él que había
sido padre. Por eso en la lápida sólo figura un apellido.
—Y tus padres, qué dijeron cuando te vieron llegar?
—Por supuesto que no regresé al pueblo, —respondió con tono firme— me
hubieran matado. Cogí un autobús y me vine a esta ciudad donde vivía el ama de
llaves que me enseñó a hacer las tareas para los señores, me trató como si
fuera hija suya. Ella tuvo que irse de la casa al morir su madre para atender
la floristería. Antes de marcharse me dio su dirección por si alguna vez la
necesitaba —hizo una pausa para tomar un sorbo de agua y continuó—. me acogió
como la hija que nunca tuvo. No me preguntó nada, no me reprochó nada. Me dio
trabajo, me cuidó y cuidó de mi Valentina. Falleció antes del accidente. Me
dejó la floristería y algo de dinero y con todo eso pude salir adelante y
comprar a perpetuidad el nicho donde descansa mi hija.
— ¿Y tu familia nunca supo nada?
—No, nunca. Desaparecí de sus vidas para siempre. Eran tiempos difíciles
y donde había muchos hijos para salir adelante, a los más mayores se los sacaba
de casa para trabajar. Tampoco creo que los señores fueran a preguntar por mí,
en el pueblo.
El tono irónico de su respuesta argumentaba toda la lógica de su
proceder. Me impresionó la dureza del castigo que ella misma se había impuesto.
Su vida había transcurrido en soledad; en los momentos más duros nunca tuvo a
nadie aunque sólo fuera para acompañarla. El único remanso de paz debió ser el
tiempo antes de que falleciera la única persona que le había ayudado. Pensé lo
cruel de su vida con semejante castigo.
Cuando terminó de hablar ya no lloraba, tenía apoyaba la cabeza en el
lateral del sillón, los ojos cerrados,
la respiración pausada. La sentí ligera. En su rostro se apreciaba otra
luminosidad.
—Gracias por contármelo —le dije— te veré más tarde cuando me cambie de
ropa—. No abrió los ojos, pero insinuó una ligera sonrisa.
Ha pasado tiempo desde entonces. Valentina había completado su historia
con detalles que no modificaban lo ya contado. Una voz interior me decía que no
había sido del todo. Una tarde al terminar el trabajo dudé si pasarme o no por
su habitación para decirle adiós. Yo estaba cansada e irascible por lo
accidentado de la tarde. Uno de los ancianos se había caído de la silla de
ruedas, se había hecho una brecha en la frente y tuvo una fuerte hemorragia
debido a la medicación tomaba, además había estado inconsciente durante unos
minutos que se hicieron una eternidad. A pesar de ello me pasé por su habitación.
Ella estaba viendo el informativo del canal nacional. Le dije que ya me
iba a casa, ella, sin despegar la vista de la televisión, me dijo que hasta
mañana, que descansara. No me gustó que no me mirara, ni el tono y no se me
ocurrió mejor idea que lanzarle la pregunta que me rondaba por la cabeza, desde
que ella me contara su vida.
— ¿Me autorizas a buscar información sobre el padre de la niña?
Entonces sí que me miró a la casa para decirme un no rotundo. No era ni
mi día ni el momento.
—Solo saber si vive— insistí.
—Las cosas están bien así.
— ¿No tienes curiosidad por saber que ha sido de ellos?
—Ninguna.
—No lo entiendo.
— Yo sí – replicó en una actitud de no saber si seguir o quedarse ahí?
Tuve la sensación de que se arrepentía de haber dado aquella respuesta, no
sé si porque daba a entender algo o porque no quería hablar.
— Tu respuesta me ha sonado a evasiva—, le dije. Estaba claro que algo se
guardaba. No me cabía en la cabeza que hubiera vivido sin acordarse, sin saber
nada de su propia familia. De una hermana o de un sobrino o de una prima y
sobre todo de Sebastián, el padre de su hija. Que no hubiera sabido nada de él,
podía ser, pero que no confesara siquiera que había pensado en él o que no
hubiera deseado saber algo, no me lo podía creer.
A aquellas alturas teníamos la confianza suficiente para hablar de ello.
Como vulgarmente se dice me lancé a piscina a pesar de estar cansada por el
trabajo. Le dije que estaba convencida de que se callaba algo, que era su
decisión, pero que yo no me creía que hubiera vivido sin tener ninguna noticia
de nadie y esto por el simple hecho de que el ser humanos es curioso por
naturaleza.
—Lo mejor que podrías hacer por tu persona es reconciliarte con los
fantasmas del pasado—. Se lo solté después de darle un peso en la mejilla,
dispuesta a marcharme.
— No es necesario que busques a Sebastián. (continuará)
MJGuallart
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